sábado, 18 de junio de 2016

Un Año en el Paraíso

Viví un año en Petén. Fue durante el EPS de la maestría, donde te envían a lugares del interior de la república para llevar especialistas a lugares donde muchas veces no hay o son muy pocos médicos para atender a mucha gente.

Escogí irme lejos, no me importó que estuviera a 7 horas de la ciudad capital. Algo tuvo que ver que mi novio en esa época era de Belice. Y aunque terminamos al mes de yo estar allá, nunca me arrepentí de esa decisión, todo lo contrario.

En la San Carlos, hacemos dos EPS "Ejercicio Profesional Supervisado" aunque de supervisado no tiene nada, estás ahí solo haciendo lo mejor que puedes con lo que sabes.  Uno de seis meses cuando nos graduamos de médicos y uno de un año cuando nos graduamos de la Maestría. Mucha gente lo resiente como un tiempo donde van a sufrir estando lejos de su casa, de su comodidad, de la ciudad. Para mí, fue un tiempo inolvidable.

Recuerdo que llegué a Petén con mis pocas pertenencias subidas en un pickup. Mi cama, mi tele, una mesa de madera con cuatro sillas, una estufita pequeña. Mi casa  era un huevito cuadrado. tenía una mini cocina, sala-comedor pequeña, un baño y dos cuartos. Aunque era pequeña, yo no necesitaba mucho espacio y mis cosas quedaban bailando.  Quedaba en un lugar tranquilo de Santa Elena y estaba a 5 minutos del hospital. 

Conocía a un par de los demás médicos que iban de EPS. Algunos habían sido mis compañeros en la universidad, pero no podía decir que fueran mis amigos cercanos.   Era difícil socializar en el hospital, el trabajo era bastante y pasaba en mi oficinita casi todo el día. Tenía una pequeña camilla, un escritorio, el aparato del ultrasonido y nada más. Bueno, tenía algo más que era muy importante y hacía toda la diferencia: aire acondicionado. Repentinamente me volví muy popular entre los otros EPS. Llegaban a visitarme usualmente a eso de medio día cuando el calor pega y urge refrescarse un poco.  Me gusta pensar que no era sólo por el AC que llegaban, sino también por mi agradable plática y sentido del humor. Tal vez tenía algo que ver que tenía una cafetera y que procuraba tener café fresco y galletitas cuando llegaran.

Así nos hicimos buenos amigos y pasábamos bastante tiempo juntos fuera del hospital. Intentamos ir al gimnasio juntos, aunque con los 35° C que hacían era un poco difícil, entonces luego íbamos a nadar que era refrescante y más alegre. Los fines de semana aprovechábamos a salir a pasear a lugares cercanos. Petén tiene tantos lugares que conocer y pareciera que cada uno es un secreto muy bien guardado entre los pobladores del lugar. 

Mi amiga Lucy tenía una camioneta Trooper que nos llevó y nos trajo a todos lados, entre las carreteras algunas veces de tierra y con lodo. Llevábamos una canastita de picnic llena con atún, galletas, fruta, y vino de caja, por aquello que una botella de vidrio se rompiera, no nos podíamos arriesgar.  El traje de baño, el bloqueador, los lentes de sol, las sandalias y listo. Cada fin de semana íbamos a un lugar nuevo, cantando una canción cada uno, porque la camioneta no tenía radio. 

Nos gustaba ir especialmente a nadar en el lago del lado del Remate, en uno de los hotelitos más mágicos del lugar, el Gringo Perdido. El lago Petén Itzá a diferencia del lago de Atitlán tiene aguas cálidas, donde puedes nadar mucho tiempo y refrescarte. Nos apoderábamos de las hamacas del lugar y mirábamos pasar el día platicando de cómo íbamos a cambiar el mundo, hasta que se nos acababa el vino o cayera el sol. 

Las puestas de sol en el lago son bellas, pero me gustó especialmente una vez que nos quedamos hasta tarde en la noche y vimos las estrellas. El cielo despejado, nosotras tiradas en el muellecito sin ninguna preocupación en la vida. Solo el cielo y una sensación de felicidad plena. No recuerdo cuantas estrellas fugaces conté, fueron varias. 

Mi papá me llegó a visitar cuando estaba allá. Nunca me imagine que mi viejito a los 80 años fuera a llegar a verme. Pero fué. Y no sólo eso, nos siguió el paso en todo lo que lo llevamos a hacer. Lo llevamos a Tikal, a caminar por la selva,  lo llevamos a hacer picnic con atún y vino de caja, y hasta se metió a chapotear en el lago. Estaba encantado con la belleza del lugar, con la selva, con los ruidos de los pájaros. Y yo encantada de verlo a el ahí feliz, en medio de la nada. No cabe duda que mi espíritu aventurero lo heredé de él. 

Es difícil describir lo que sentía cuando estaba nadando en el lago Petén Itzá. El agua te abraza, te acaricia, es delicada, tiene una energía especial.  Casi puedes sentir cómo te conectas con toda la naturaleza a tu alrededor. Te sientes parte del lago, parte de la selva que lo rodea, hermana de los animales que viven ahí.  

De alguna manera sentía que ese es el estado natural de la vida. Así debería ser. Sin complicaciones, sin lujos, sin tecnología, sin más de lo necesario. 

Solamente el sol en tu cara, el agua tibia, el aire puro. Escuchar el sonido de los pájaro y si tienes suerte, ver a los monos aulladores que visitan el agua tal vez para hacer lo mismo que haces tu, disfrutar  de la vista y chapotear en el lago. Ese lago que ha estado ahí tanto tiempo antes que tu y estará mucho más tiempo después que tu ya no estés. 

Por eso me costaba tanto desprenderme de ese lugar, de ese sentimiento. Siempre que me iba me decía a mí misma que iba a regresar pronto, el otro fin de semana. Y así pasó un año antes que me diera cuenta. La amistad que surgió a orillas del lago continúa hasta el día de hoy, ahora con otros muchos recuerdos de viajes y risas que hemos compartido.  

Y a pesar de que pasen los años el recuerdo de esos días en Petén sigue fresco en mi memoria. Es mi lugar feliz al que me transporto si me siento agobiada por la ciudad o por el trabajo. Solo cierro los ojos y puedo sentir el aire fresco, el agua del lago, la paz, las risas de mis amigos, y vuelvo a sonreir. Creo que tengo que planear un viaje para allá pronto. 

















jueves, 2 de junio de 2016

Samba y su primer vida perdida

Era un viernes como cualquier otro en el que salgo  del trabajo y me voy a mi casa huyendo del tráfico, antes de que sean las 5 y quede definitivamente atrapada entre  el caos.  Llegué a casa, saludé a mis gatos, Samba y Jazz, quienes siempre me salen a recibir cuando llego.  Puse música, destapé una botella de vino dispuesta a relajarme. ¿Qué mejor manera de celebrar que terminó la semana laboral?  Se me ocurrió cambiar el rótulo de la pizarra del bar, ya es hora de borrar el viejo.

Abrí el balcón porque había mucho calor. Una de esas tardes antes que empezara a llover. Mis gatos, fieles compañeros, me seguían a todos lados. Acababa de borrar el rótulo viejo de la pizarra y lo puse en un banquito cerca del balcón, donde los gatos olisqueaban mis plantitas mientras yo los vigilaba de reojo.  Pensaba qué frase poner y qué dibujo, cuando oí un sordo “ssstum”. Volteé a ver y ví a Jazz, mas no a Samba, levante la vista buscándola dentro del depa, y no estaba. En seguida pensé que se había caído del balcón, pero al mismo tiempo me negaba a creerlo. “No puede ser, no puede ser, no puede ser”. Repetía, pero no estaba. “-¿Samba?! –¿Samba?!” la llamé y no obtuve respuesta. Bueno, realmente casi nunca obtengo respuesta, a menos que los llame con la latita de comida en la mano. En ese momento me dio un micro infarto y entré en pánico. Me asomé al balcón esperando lo peor, después de todo, vivo en un quinto nivel y por más ágil que sea un gato, no creo que sobreviva una caída desde esa altura. Si no se muere, por lo menos se fractura o se lastima la cabecita.  Reuní fuerzas y vi hacia abajo. No había nada hasta el primer piso. Y en eso la escuché, maullándome desde el balcón del vecino del piso inmediatamente inferior.


“-¡Samba! ¿Qué haces allá abajo?! ¿Cómo te caíste?!- gritaba yo histérica. Y Samba, histérica, maullaba desde el balcón del vecino yendo y viniendo, tratando de encontrar  la puerta, según ella. Me volteaba a ver y maullaba. Por un momento no supe que hacer. Bajé corriendo  al apartamento de abajo, rogando que el vecino estuviera en su casa. Toqué la puerta insistentemente, y nada. Podía oír a Samba maullando desde el balcón. ¿Qué hacía? Bajé, histérica,  a la recepción del edificio de  apartamentos donde vivo a preguntar por el vecino. Los guardias me informaron que el vecino no estaba, y que venía usualmente tarde. Ellos ya están acostumbrados a mis incidentes gatunos y aunque me vieron alterada, no podían hacer nada. Les pedí que llamaran al vecino para informarle que mi gatita se había caído a su balón. Me dijeron “-El señor es de Korea, no mucho habla español.”  "¿Que qué?! De Korea?! No puede ser! Mi gata se cayó en el balcón de un Koreano come gatos! " Pensé.  Ante mi insistencia, los guardias llamaron al que da ahora en adelante nos referiremos como “El Koreano come gatos”.  Parece que no entendió lo que sucedía porque solo dijo “No entender. Llamar después” Si cómo no. Más tarde cuando ya haya cocinado a mi gata al ajillo.

Subí a mi depa ya que no había más que pudiera hacer. Al llegar me asomé al balcón y otra vez encontré Samba viéndome desde abajo, maullando histérica solamente interrumpida por los maullidos histéricos de Jazz dentro del depa. “-Ya voy a llegar por ti, mi amor, ya voy… tranquila” Le gritaba desde mi balcón para consolarla. Ella maullaba de vuelta y me miraba como preguntándome “¿Por qué estoy aquí todavía? ¿Por qué no has venido por mí?”  Seguramente los otros vecinos se estaban muriendo de la risa.

En seguida mandé mensajes a mis amigos, mejor conocidos como mi “grupo de apoyo”,  donde seguramente sonaba como que estaba al borde de una crisis nerviosa. Les escribí a todos aquellos que supe les importaría si algo le pasara a Samba. Samba es muy popular entre mis amigos, así que fueron varios. De cariño la bautizaron “La Gata del Gueto” por haberla encontrado en la calle vagando. Ella tiene barrio y lo refleja en su personalidad.  Unos de ellos me llamó para preguntarme qué había pasado, si estaba bien. “Samba es la Gata del Gueto, es fuerte, vas a ver que todo bien.” Otros me dijeron “Vamos para allá”. Lo sé, mis amigos son geniales, y están igual de locos que yo. O quizás es que saben que yo estoy loca y querían evitar que me tirara del balcón tratando de rescatar a Samba.

Contemplé seriamente tirarle una sabana con nudos para que ella escalara, pero me dio miedo que se cayera. Tal vez una canastita con una cuerda, pero no tengo la canastita, ni la cuerda. Lamenté no tener conocimientos o equipo de rappel y no poder bajar por ella. A todo esto, Samba ya no estaba maullando como alma en pena, sino se había echado resignada en el balcón a esperar. Al igual que ella, no tuve más que disponerme a esperar a que regresara el Koreano come gatos.

Recordé el vino que había abierto. Triste y preocupada, aunque después de todo, sedienta, regresé al bar. Vamos, la culpa no es del vino. Y así, con vino en mano, esperé. Las tres horas más largas de la corta vida de Samba transcurrieron en ese balcón desconocido y frío.  Llegaron tres de mis amigos y trataron de consolarme. Les dije que me sentía una mala madre. Pensé en lo que eso decía de mis habilidades para cuidar de otro ser viviente; realmente dejaba mucho qué desear.   Ellos me dijeron que no fuera tan dura conmigo, que los accidentes pasan.  No sé.

De repente, recibí a llamada de la recepción informándome que el Koreano comegatos ya había llegado a su casa. Bajamos en comitiva a traer a Samba. Tocamos la puerta, y el Koreano  se mostró algo sorprendido de ver a 4 desconocidos en la puerta de su casa, a las 9 de la noche. Yo intenté explicarle que mi gata se había caído en su balcón, pero ni en español ni en inglés me entendía. Y yo solo repetía “Gato. Balcón. Gato. Balcón.” Señalando el balcón.  El Koreano comegatos me dejó pasar a mí y a mi comitiva  y abrió la puerta del balcón. Samba entró inmediatamente y yo la abracé. Dicen mis amigos que ni siquiera le dije gracias al vecino, sino solo me salí de la casa con la gata en los brazos. Ella maullaba incansable como dándome la queja, tanto, que pensé que quizás se había lastimado y le dolía cuando la cargaba.

Llegamos al depa. La puse en el piso e inmediatamente cambió el maullido por un delicado “miau”, usual en ella.  La observamos y no parecía estar lastimada. Cinco segundos después estaba acicalándose en su banquito preferido como que nada.

Todos nos sentíamos muy aliviados de que Samba estuviera sana y salva, nos reímos, aunque le advertimos que había perdido su primera vida. “Sólo te quedan seis, Samba, tienes que tener más cuidado de ahora en adelante”. Ella no pareció inmutarse y siguió acicalándose como si nada. Y mis amigos y yo, abrimos otra botella de vino para brindar por las otras 6 vidas de la Gata del Gueto.