Viví un año en Petén. Fue durante el EPS de la maestría, donde te envían a lugares del interior de la república para llevar especialistas a lugares donde muchas veces no hay o son muy pocos médicos para atender a mucha gente.
Escogí irme lejos, no me importó que estuviera a 7 horas de la ciudad capital. Algo tuvo que ver que mi novio en esa época era de Belice. Y aunque terminamos al mes de yo estar allá, nunca me arrepentí de esa decisión, todo lo contrario.
En la San Carlos, hacemos dos EPS "Ejercicio Profesional Supervisado" aunque de supervisado no tiene nada, estás ahí solo haciendo lo mejor que puedes con lo que sabes. Uno de seis meses cuando nos graduamos de médicos y uno de un año cuando nos graduamos de la Maestría. Mucha gente lo resiente como un tiempo donde van a sufrir estando lejos de su casa, de su comodidad, de la ciudad. Para mí, fue un tiempo inolvidable.
Recuerdo que llegué a Petén con mis pocas pertenencias subidas en un pickup. Mi cama, mi tele, una mesa de madera con cuatro sillas, una estufita pequeña. Mi casa era un huevito cuadrado. tenía una mini cocina, sala-comedor pequeña, un baño y dos cuartos. Aunque era pequeña, yo no necesitaba mucho espacio y mis cosas quedaban bailando. Quedaba en un lugar tranquilo de Santa Elena y estaba a 5 minutos del hospital.
Conocía a un par de los demás médicos que iban de EPS. Algunos habían sido mis compañeros en la universidad, pero no podía decir que fueran mis amigos cercanos. Era difícil socializar en el hospital, el trabajo era bastante y pasaba en mi oficinita casi todo el día. Tenía una pequeña camilla, un escritorio, el aparato del ultrasonido y nada más. Bueno, tenía algo más que era muy importante y hacía toda la diferencia: aire acondicionado. Repentinamente me volví muy popular entre los otros EPS. Llegaban a visitarme usualmente a eso de medio día cuando el calor pega y urge refrescarse un poco. Me gusta pensar que no era sólo por el AC que llegaban, sino también por mi agradable plática y sentido del humor. Tal vez tenía algo que ver que tenía una cafetera y que procuraba tener café fresco y galletitas cuando llegaran.
Así nos hicimos buenos amigos y pasábamos bastante tiempo juntos fuera del hospital. Intentamos ir al gimnasio juntos, aunque con los 35° C que hacían era un poco difícil, entonces luego íbamos a nadar que era refrescante y más alegre. Los fines de semana aprovechábamos a salir a pasear a lugares cercanos. Petén tiene tantos lugares que conocer y pareciera que cada uno es un secreto muy bien guardado entre los pobladores del lugar.
Mi amiga Lucy tenía una camioneta Trooper que nos llevó y nos trajo a todos lados, entre las carreteras algunas veces de tierra y con lodo. Llevábamos una canastita de picnic llena con atún, galletas, fruta, y vino de caja, por aquello que una botella de vidrio se rompiera, no nos podíamos arriesgar. El traje de baño, el bloqueador, los lentes de sol, las sandalias y listo. Cada fin de semana íbamos a un lugar nuevo, cantando una canción cada uno, porque la camioneta no tenía radio.
Nos gustaba ir especialmente a nadar en el lago del lado del Remate, en uno de los hotelitos más mágicos del lugar, el Gringo Perdido. El lago Petén Itzá a diferencia del lago de Atitlán tiene aguas cálidas, donde puedes nadar mucho tiempo y refrescarte. Nos apoderábamos de las hamacas del lugar y mirábamos pasar el día platicando de cómo íbamos a cambiar el mundo, hasta que se nos acababa el vino o cayera el sol.
Las puestas de sol en el lago son bellas, pero me gustó especialmente una vez que nos quedamos hasta tarde en la noche y vimos las estrellas. El cielo despejado, nosotras tiradas en el muellecito sin ninguna preocupación en la vida. Solo el cielo y una sensación de felicidad plena. No recuerdo cuantas estrellas fugaces conté, fueron varias.
Mi papá me llegó a visitar cuando estaba allá. Nunca me imagine que mi viejito a los 80 años fuera a llegar a verme. Pero fué. Y no sólo eso, nos siguió el paso en todo lo que lo llevamos a hacer. Lo llevamos a Tikal, a caminar por la selva, lo llevamos a hacer picnic con atún y vino de caja, y hasta se metió a chapotear en el lago. Estaba encantado con la belleza del lugar, con la selva, con los ruidos de los pájaros. Y yo encantada de verlo a el ahí feliz, en medio de la nada. No cabe duda que mi espíritu aventurero lo heredé de él.
Es difícil describir lo que sentía cuando estaba nadando en el lago Petén Itzá. El agua te abraza, te acaricia, es delicada, tiene una energía especial. Casi puedes sentir cómo te conectas con toda la naturaleza a tu alrededor. Te sientes parte del lago, parte de la selva que lo rodea, hermana de los animales que viven ahí.
De alguna manera sentía que ese es el estado natural de la vida. Así debería ser. Sin complicaciones, sin lujos, sin tecnología, sin más de lo necesario.
Solamente el sol en tu cara, el agua tibia, el aire puro. Escuchar el sonido de los pájaro y si tienes suerte, ver a los monos aulladores que visitan el agua tal vez para hacer lo mismo que haces tu, disfrutar de la vista y chapotear en el lago. Ese lago que ha estado ahí tanto tiempo antes que tu y estará mucho más tiempo después que tu ya no estés.
Por eso me costaba tanto desprenderme de ese lugar, de ese sentimiento. Siempre que me iba me decía a mí misma que iba a regresar pronto, el otro fin de semana. Y así pasó un año antes que me diera cuenta. La amistad que surgió a orillas del lago continúa hasta el día de hoy, ahora con otros muchos recuerdos de viajes y risas que hemos compartido.
Y a pesar de que pasen los años el recuerdo de esos días en Petén sigue fresco en mi memoria. Es mi lugar feliz al que me transporto si me siento agobiada por la ciudad o por el trabajo. Solo cierro los ojos y puedo sentir el aire fresco, el agua del lago, la paz, las risas de mis amigos, y vuelvo a sonreir. Creo que tengo que planear un viaje para allá pronto.