viernes, 20 de octubre de 2017

Playball

Me gusta el beisbol desde que soy pequeña. El primer recuerdo que tengo de ver un partido de grandes ligas se sitúa en la cocina de mi casa en Xela, donde teníamos un televisor blanco y negro marca Phillips de 14 pulgadas. Nos reuníamos en torno al calor que daba la estufa de leña que había en la cocina, resguardándonos de los  fríos de mi pueblo por las noches, especialmente cuando apretaba en esta época del año. 

Mientras mi hermano y yo tomábamos café caliente,  los adultos tomaban algún trago, platicaban, hacían chistes mientras el juego transcurría.  Casi siempre llegaba mi padrino,  a veces uno que otro amigo de mi papá, y yo miraba el beisbol con tal de estar ahí entre los adultos, no quería perderme de nada. He de haber tenido seis o siete años quizás, demasiado pequeña para no aburrirme viendo un juego completo. Fue  mi papá quien me explicó las reglas del juego y me contagió del gusto por este deporte. Recuerdo decirle que "me avisara cuando hubiera  un jonrón"  cuando por fin me aburría y me iba a jugar, a dormir o a hacer alguna otra cosa.

Aunque el juego más popular en mi casa siempre fue el fútbol, creo que sufrí una sobredosis y por eso no me gusta tanto. El beisbol en cambio, siempre me pareció un juego de inteligencia, estrategia y mucho suspenso. Eso me gustaba. "El beisbol es el deporte rey, mija. Es un juego de expectativa, sólo para shecas... no cualquiera entiende y disfruta este juego"  me decía mi papá. 

Mi papá siempre le fue a los equipos que por alguna u otra razón tenían la desventaja, de acuerdo a su punto de vista.  Si había un partido entre los de los Yankees contra los Redsox, le íbamos a los Redsox. Si había uno entre los Redsox contra los Indians, le íbamos a los Indians. Si los Indians le ganaban a los Redsox, celebrábamos como que hubiera sido nuestro equipo toda la vida. Esto podía variar de juego a juego, dependiendo de quién era el visitante y quien jugaba en casa, aunque fueran los mismos equipos. Así, lo que realmente apreciabas era un buen juego, una buena jugada, no importaba de quién. 

El beisbol es un juego elegante. La diferencia entre un strike y una bola es sólamente unos centrímetos, o quizas mílimetros de diferencia en el agarre que el pitcher le da a la bola. Mi papá fumaba cual chimenea nervioso, a la expectativa del siguiente tiro. Nos explicaba a mi y a mi hermano qué significaban las señales que se hacían entre el pitcher y el catcher. El jugó de catcher en el equipo de la Universidad de San Carlos cuando era estudiante de Derecho, nos contaba. Y su tiro desde Home a segunda base ganó un partido alguna vez, dice.  Yo trataba de calcular la distancia entre home y segunda, totalmente impresionada. 

Aprendí a a apreciar el efecto que le dan el pitcher a  algunos tiros para que la bola cambie su trayectoria en el último segundo y así engañar al jugador para que haga swing y... strike! O el sonido del bate cuando el jugador agarra  la pelota en el momento justo, dándole con toda la fuerza, la pelota sale disparada hacia el jardín izquierdo y se va... se va....se fue!! Te fuiste, Marcelina. Celebrar el jonrón como si lo hubiésemos anotado nosotros. 

Mi hermano y yo jugábamos en el jardín de las casa a "bolear". Teníamos guantes de juguete, con una esponja delgadísima y forrados de cuerina, por lo que la pelota te pegaba durísimo cuando la agarrabas. Era el precio que tenías que pagar por agarrar una out. Y yo me moría por agarrarla, aunque me doliera la mano. 

Hasta el día de hoy sigo disfrutando de los juegos de beisbol,  ya sea  viéndolos sola en casa o reunida con mi hermano o mis amigos, ahora en torno a una pantalla plana de 42 pulgadas, mientras reímos, platicamos, hacemos chistes y tomamos un trago. Mi papá sigue atento a la tabla de posiciones de las ligas mayores y yo me pregunto si alguna vez podré ver un juego de beisbol sin pensar en él.


Playball, papá.




miércoles, 14 de junio de 2017

Dejé mi corazón en Salt Lake City

Una de las cosas que te sucede cuando estudias medicina es que te ves obligado a moverte y vivir en muchos lugares durante la carrera. Entre electivos, rotaciones en diferentes hospitales dentro y fuera de la ciudad capital, ejercicio profesional supervisado y tener que salir del país si quieres seguir estudiando, te conviertes en nómada por un buen rato, aproximadamente ocho o diez años de tu vida. Esto te abre la mente de una forma que pocas cosas lo pueden hacer. 

Entre las vueltas que da la vida, se me presentó la oportunidad de estudiar fuera de Guatemala, en Salt Lake City, Utah. Conocí por primera vez a los doctores de Utah cuando visitaron el hospital escuela donde hice mi residencia. Ellos venían a Guatemala a impartir clases de radiología pediátrica como actividad voluntaria, esperando que los residentes aprendiéramos y aplicáramos estos conocimientos,  sin recibir nada a cambio. Durante estas visitas, logré hablar con ellos y les manifesté mi interés por hacer mi electivo en su hospital, a lo que ellos, sin pensarlo mucho o poner peros, dijeron que sí.  

Así que durante el electivo del posgrado fui por primera vez a Salt Lake City y al hospital pediátrico durante 6 semanas. Nunca había estado en esa ciudad, y creo que fue amor a primera vista. Tanto que, luego de terminar la residencia, regresé por un año más.

Salt Lake City se sitúa en un valle, rodeada por montañas donde, dependiendo la estación que sea, se puede esquiar  en la nieve o caminar por los senderos, respirando aire puro y rodeada de naturaleza. 

La ciudad es relativamente pequeña, muy ordenada y segura. En el centro se sitúa el Templo Mormón, que realmente parece un pequeño castillo, y se ve precioso iluminado de noche. Es una ciudad muy verde, llena de árboles y flores. Puedes caminar por todos lados a cualquier hora sin preocuparte por que te pase algo. No hay mucha vida nocturna, pero hay restaurantes muy buenos, cafeterías y pequeñas librerías en cada esquina.



Recuerdo que me encantaba salir a caminar sin rumbo fijo, explorando las calles a ver qué encontraba. Usualmente me cansaba de caminar y tomar fotos, me sentaba en una pequeña cafetería con un libro que nunca compraba y pedía un café. Leía el libro hasta que se me terminara la bebida y luego, caminaba de regreso a casa.
La mayoría de la población en el estado de Utah  es mormona, una religión que despierta sentimientos encontrados en muchas personas, sin embargo, la mayoría de los mormones que conocí son  muy buenas personas, orientados hacia su familia y comunidad, sin vicios.  Personas trabajadoras, tratando de hacer lo mejor que pueden con su vida, y sin tomar café. Admirable. 

El Primary Children's Medical Center, es un hospital  enteramente pediátrico, con especialistas reconocidos a nivel mundial, autores de libros y estudios científicos, cuenta con tecnología de punta y es centro de referencia para toda la costa oeste de los EEUU. Es hospital escuela, trabajando de la mano con la Universidad de Utah, y su respectivo hospital, cuenta con posgrados de casi todas las especialidades.

En la unidad de radiología pediátrica, donde yo estaba, habían quince radiólogos que se encargaban de los estudios de todo el hospital. Se dividían los estudios según su subespecialidad o gusto personal,  y se iban rotando para que todos vieran todo tipo de estudios. El equipo de trabajo era realmente eso, un equipo, trabajando para poder brindar un diagnóstico oportuno y certero, siempre poniendo al paciente primero. Era excepcional el día en que un radiólogo pasara en su escritorio sin hablar con sus colegas. 

Todos se consultaban casos entre sí todo el tiempo. Me decían "Vamos a preguntarle su opinión a los colegas, yo la verdad no sé que es esto... quisiera consultarlo con alguien más".  Me sorprendía la humildad que tenían en reconocer sus límites, que nadie sabe todo, que nadie esta exento de equivocarse, y la naturalidad con que se apoyaban los unos en los otros. Luego ya con la opinión de uno o dos colegas, regresaban a su escritorio, sacaban el libro que ellos  o algún colega había escrito años atrás y leían nuevamente lo escrito antes de llegar a una conclusión.

Además de la carga de trabajo con la que contaban, que no era poca, tenían a su cargo residentes de radiología, pediatría y fellows. Casi siempre se veía a un médico con uno o dos personas siguiéndolo por toda la unidad, yo incluída. A la mayoría de ellos les encantaba enseñar y eran excelentes maestros, siempre con un buen sentido del humor y paciencia. Compartían su conocimiento con todos, contagiando a los que escuchábamos con su pasión por lo que hacían, admirando la complejidad del cuerpo humano, su belleza, y también, la crueldad de algunas patologías.

Estando allá, tuve un pequeño accidente y me hice un esguince en el pie. Tuve que andar con una bota por 5 o 6 semanas. Era bastante molesto e inconveniente, ya que yo me transportaba en bus y era época de nieve, así que varios de los maestros y algunos técnicos se turnaban para darme halón. Uno de los maestros me acompañó al médico y, antes de dejarme en casa, me compró una sopa y pan, para que no tuviera que preocuparme por cocinar esa noche. El pie no me dolía tanto, pero con el frío del invierno, y estando lejos de casa y de mi familia, la sopa calientita me pareció la mejor del mundo.

El día domingo usualmente alguno de los doctores me invitaba a cenar. Compartían mi gusto por la cocina y comer bien. Los que no eran mormones, disfrutaban de tomar vino y buen café. Así que cocinábamos diferentes platillos, y hasta intenté cocinar comida guatemalteca para que pudieran probar un poco. Nótese que digo "intenté" porque mi Pollo en  Jocón fue un fiasco, aunque ellos dijeron que estaba bueno, y lo comieron de buena gana. Al menos los rellenitos de plátano sí me quedaron buenos y le hicieron un poco de justicia a la gastronomía chapina.

Además de estudiar, conocí todos los museos y parques, fui a la ópera, recorrí en mi bicicleta la ciudad y hasta fui al festival de cine de Sundance. Me disfruté cada momento, desde morir del calor en el verano, caminar pisoteando las hojas secas en el otoño,  hasta apalear la nieve de la acera frente a mi casa en invierno. Todo era una aventura, quizás saber que no iba a durar para siempre me hacía disfrutar lo bonito de cada momento.


Aprendí mucho durante ese año, aunque hubiese querido poder aprender mucho más. Todos los doctores se empeñaron en enseñarme lo más posible, decían que enseñarme a mí y a los demás estudiantes era su manera de proyectarse al mundo, de expandir el conocimiento, de contribuir al avance de la humanidad.
Aunque su conocimiento científico era impresionante, lo que más me impactó fue su calidad humana; la calidez  y respeto con la que se dirigían a los pacientes, su generosidad, la paciencia que tenían conmigo, su gusto por compartir su conocimiento y cómo me brindaron su amistad sincera. Me enseñaron qué tipo de profesional y de persona quería ser. Los mejores maestros no solo enseñan, sino te inspiran. 


Tal vez algún día, si reencarno en mis próximas tres vidas en un radiólogo, pueda saber tanto como saben ellos. Sólo puedo esperar que nunca se me agote la curiosidad y el deseo de seguir aprendiendo cosas nuevas. Y cuando tenga la oportunidad, pueda compartir lo que he aprendido con otras personas como ellos lo hicieron conmigo. Estaré por siempre agradecida con todos los médicos que se involucraron en mi aprendizaje, Salt Lake City siempre será un lugar especial para mi, y nunca olvidaré lo que los maestros me enseñaron: el conocimiento cuando se comparte, no se agota, sino se multiplica. 








martes, 2 de mayo de 2017

Un estilo de vida más saludable

Pensé mucho antes de empezar a escribir este texto. Sabía que quería escribir sobre el tema de bienestar, salud, ejercicio, dieta. Pero a la vez pensaba "¿Y quién soy yo para hablar del tema?" Un pensamiento que me ha impedido escribir sobre otras cosas y que me ha impedido hacer muchas otras. Estoy segura que hay muchas personas con mucho más conocimiento y con mucha más experiencia para hablar del asunto. Después de todo, heme aquí a mis casi 35 años y todavía sigo luchando con las libritas de más que me persiguen desde que tengo memoria. Luego, pensé, "Bueno, empezaré por ahí."  Así que esto no es más que una pequeña reflexión de cómo empecé con este proceso. Sé que no soy la única persona que ha tenido este problemita, así que si de algo les sirve mi experiencia, me doy por servida. 

Como les digo, he estado en esta constante lucha conmigo misma desde siempre. No pretendo venir a decirles qué hacer o darles la "fórmula mágica" que me ayudó a perder 50 lbs y alcanzar mi peso ideal. Me gustaría, pero no estoy en mi peso ideal. Más bien, temo que les tengo malas noticias: no existe una fórmula mágica para este asunto. 

El día que decidí que era suficiente fue un día que me levanté de goma, sientiéndome la peor persona del mundo por haber bebido y comido en exceso la noche anterior, me subí a la balanza de mi baño y "ups!" apareció un número ahí que nunca había visto antes. Nunca había pesado eso. En mi vida. Luego de tener una mini crisis nerviosa-depresiva, logré controlarme lo suficiente como para llegar a una simple conclusión "Bueno, puedes seguir ignorando este tema o puedes hacer algo al respecto"

Realmente sólo había dos opciones: seguir igual o cambiar algo. Así que decidí que era mejor hacer algo hoy, que dentro de un año, cuando pesara 5, 10 o quién sabe cuántas libras más. Pensé cómo me quiero ver en diez años. Y no me refiero sólo al aspecto físico, sino a como me quiero ver a mí misma. ¿Me quiero ver feliz? ¿Sana? ¿Activa y fuerte?  Sí, quiero ser capaz de viajar y caminar grandes distancias conociendo cosas nuevas sin que eso signifique que al siguiente día no me puedo mover. Quiero poder tomar una bicicleta y conocer una ciudad sin morir en el intento. Quiero poder nadar en el lago. Quiero poder hacer todo lo que quiera hacer. 

Dicen que lo más difícil es empezar, y lo creo. Primero, debes aceptar que estas haciendo algo mal, cosa que nunca nos gusta. Aceptar que comes mal, que eres una haragana y que la verdad ya no te ves tan bien como crees. Aceptar que te cansas cuando se arruina el elevador de tu edificio y tienes que subir las gradas hasta tu casa. (Mas bien, que llegabas con la lengua de fuera). Aceptar que quizás sí tomas mucho más vino del que deberías. Aceptar que estas jodida y que no sabes por dónde empezar.

Lo segundo es idear un plan. En mi caso, no había dejado de hacer ejercicio "oficialmente". Estaba yendo al gimnasio con unos amigos, pero por el horario me agarraba el tráfico y no me daban ganas de ir. Luego intenté ir en la mañana, antes del trabajo, pero soy dormilona y nunca me levantaba a tiempo. Cuando me dí cuenta, había pasado más de un año y yo no había hecho ejercicio regularmente. Además, había descuidado mi dieta considerablemente y la balanza lo reflejaba. Decidí que era tiempo de dejar de engañarme a mí misma diciendo "mañana sí me levanto temprano al gimnasio". Mentira, no iba a suceder.  Mejor, busqué un gimnasio que tuviera clases por la tarde, cuando el horario me es más cómodo. Eso es clave. Para que el ejercicio se vuelva parte de tu rutina tiene que resultarte conveniente. No sirve de nada que te fascine el tennis, si las canchas más cercanas te quedan a una hora o más de camino. O que te encante nadar, pero nunca vas porque te da demasiada pereza andar con las cosas mojadas todo el día dentro de la mochila.  Tienes que buscar qué opción se adapta mejor a tu estilo de vida y tus horarios. Si no es el gimnasio ideal, el ejercicio ideal, el deporte de tus sueños, pero te queda cerca, te gusta lo suficiente y te funciona, es un buen inicio. 

Luego de conseguir el gimnasio, tenía que empezar la dieta. Esto de la dieta siempre trae una connotación negativa, pero no debería ser así. La dieta es simplemente aprender a comer mejor.  No es morirse de hambre, no es dejar de comer lo que te guste para siempre, simplemente, es comer de manera más consiente. Muchos gimnasios y nutricionistas te dan una dieta super estricta para que veas resultados rápidos. Genial, pero una dieta muy prohibitiva no es sostenible a largo plazo. Lo mejor es que aprendas a identificar qué comer, en qué cantidades, con qué frecuencia, y empieces a jugar con eso. 

¿Les digo un secreto? La dieta es la parte más importante y la más difícil de llevar  una vida saludable. Si haces ejercicio, pero no haces dieta, no llegas a ningún lado. Y el trabajo que implica tener que planificar tus comidas, cocinar, dejar la comida lista para el día siguiente, llegar a tu casa y lavar los platos, y repetir todo el proceso de nuevo, es el trabajo más duro. Esa es la parte donde se pone a prueba tu paciencia, perseverancia y enfoque. Personalmente, las primeras semanas cocinaba casi todos los días platos elaborados, deliciosos y nutritivos. Después me di cuenta que si quería seguir comiendo sano, debía simplificar el proceso, o lo iba a dejar. Me enfoqué en cocinar platos sencillos, pero ricos, y que se pudieran almacenar al menos 2 días en la refri. Así cocinaba solo 2 o 3 veces máximo a la semana, aunque comiera la misma comida un par de días. No es de muerte. 

Por último, y una parte bastante importante del proceso, es rodearte de personas que anden en el mismo rollo que tú. Hablar con tus amigas de el nuevo smoothie que encontraste en pinterest y que vas a probar hacer mañana para el desayuno o con tu novio (me imagino, pues, me han contado) del nuevo ejercicio que te pusieron a hacer en el gimansio; esas cosas te hacen más fácil el cambio que si te sientes sólo luchando contra la corriente.  Ir acompañado por un amigo al gimnasio, lo hace más llevadero. Contarle a otra persona cuando alcanzas una pequeña meta y que se alegre contigo, te motiva aún más. Olvídate de las personas que te ven raro, feo o que no creen que puedas cambiar. Demuéstrales que sí puedes, pero más importante que eso: demuéstratelo a ti mismo. 

Me gustaría contarles que ya llegué a mi meta. Que ya adelgacé las libras que me había propuesto y que me compré el vestido talla dos con el que siempre había soñado. Lamentablemente no es así.(Tampoco pretendo comprarme un vestido talla dos). Pero, sigo en el proceso, todos los días luchado para encontrar ganas de ir al gimnasio, resistiendo al pedazo de pastel que me ofrecieron en la oficina. Esa es la meta en sí. Tener un estilo de vida más saludable. Al menos, ya no me canso (tanto) subiendo las gradas a mi casa, me siento más fuerte y ágil, más contenta y balanceada. Al verme en el espejo me gusto más.  

Una amiga muy sabia me dijo "Es un día a día" y es cierto.  La vida es un día a día. Día a día debes de seguir con tu empeño, día a día comer sano, día a día ejercitarte. Claro, habrán días que te gana el sueño y te vas a tu casa en vez de al gimnasio, o te comes el pedazo de chocolate. Pero eso también esta bien, no vas a tirar todo tu esfuerzo  y olvidarte de tu meta por un momento de debilidad. Ten compasión de ti mismo y date crédito.   Después de todo mañana es otro día y puedes seguir caminando hacia tu meta. Un paso a la vez, un día a la vez. 









martes, 3 de enero de 2017

El desencanto

Después de una dura jornada laboral de ocho horas, donde no paró ni para almorzar, la Princesa sale al tráfico de la ciudad con una lista de mandados por hacer. Es principio de mes y tiene que ir al supermercado a hacer las compras de la semana. Pasar echando gasolina, ir a hacer depósitos al banco, luego al otro banco, ir a la farmacia, pasar a la lavandería. Para cuando termina, el tráfico de la ciudad ya la atrapó y llegará a su castillo bien entrada la noche.  

Lo único que quiere es llegar a descansar sobre su colchón de plumas, que en realidad es un colchón que compró en oferta en el supermercado, pero cumple su función. Aun así no puede irse a acostar plácidamente en él y esperar que los pajaritos y los ratoncitos le pongan su pijama. No, después de colocar las compras del super en la refri y la alacena, debe decidir qué va a cocinar para mañana; ya no quiere seguir comprando almuerzos ejecutivos en el trabajo. Además de afectar su presupuesto, una triste página que hizo en excel para tratar de ordenar sus ingresos y egresos, quiere comer sano y quizás bajar un poco de peso. Lo piensa por unos segundos y se decide a cocinar algo sencillo. Al menos una hora después termina de cocinar y se da a la tediosa, pero necesaria, tarea de lavar los platos sucios. Lavar los platos es de las ocupaciones para mantener limpio el castillo que más detesta. 

¿Se acuerdan del pedazo del cuento de la princesa donde le enseñan que tiene que tener un presupuesto mensual? Ella tampoco. ¿Ahorrar?  ¿Planificar para su jubilación? Se pregunta por qué omitieron eso en el cuento de hadas.  Tampoco le explicaron que, eventualmente, tendría que dejar el castillo donde nació, buscar trabajo y ganarse la vida por sí misma. Eso o encontrar un príncipe que la mantenga y aguantar cualquier cosa que venga con el paquete. De pequeña, le dijeron que todos los problemas de la princesa eran resueltos cuando llegaba el príncipe. Atrás quedaban las hermanastras malvadas y el duro trabajo de restregar los pisos. Si eras una princesa, encontrabas al príncipe y te llevaba al castillo, a vivir felices para siempre, sin nada por qué preocuparte. 

Piensa en las otras princesas que conoce, a todas les va mas o menos igual, con contadas excepciones. A unas el príncipe les salió mujeriego, a otras, les salió borracho y les pega.   A otras, con mejor suerte,  les toca mantener al príncipe porque desde que lo despidieron hace tres años no encuentra trabajo. A otras, el príncipe les salió bueno, pero el presupuesto del palacio es elevado y los dos trabajan para poder pagar la hipoteca del castillo y el colegio de los niños. 

Un escalofrío le recorre la espalda al pensarlo. ¿Además de hacer todo esto, tener niños?   Piensa cómo sería su vida de diferente si tuviera un principito o una princesita. ¿Le alcanzarían las fuerzas para hacer todo sola? 

El rey y la reina intentaron construir un castillo  a su alrededor para hacerla sentir segura y feliz. Es lo que todos los papás hacen con sus hijas. Las pequeñas princesas de papá, las consentidas. Dentro del castillo puede que sea así, pero afuera de las altas murallas del palacio toca quitarse la corona y ponerse la armadura. Quizás, si le hubieran enseñado a defenderse mejor, le hubieran dado más armas para luchar en lugar de su vestido y su tiara de princesa, si le hubieran enseñado a no depender del príncipe. O decirle que simplemente no necesitaba un príncipe. 

Decirle también, que el camino de la independencia es largo, duro, que da miedo y que en muchas ocasiones se va a sentir cansada, sola, con frío o enferma y no querrá salir de su cama, pero que no queda otra opción más que levantarse e ir a trabajar. 

Se decide en ese momento. Mañana sí se levanta temprano para ir al gimnasio. Se dispone a dejar listas sus cosas para salir mañana temprano y empezar, de nuevo, su rutina de ejercicio. No le gusta bañarse en el gimnasio, pero es su única opción, de lo contrario  no llega a tiempo al trabajo. Deja lista la armadura para el día siguiente.