Les tengo una buena historia hoy, para
levantarles el ánimo. Una historia que es basada en hechos reales y ha sido
alimentada por la nostalgia. Como toda buena historia, se lleva a cabo en un
lugar espectacular y tiene mucho que ver con el amor.
Se trata de uno de mis lugares favoritos
en el mundo. Un lugar que por más veces que vaya siempre me sorprende y cautiva
con su belleza, con esa energía especial y mística que posee, el lago de
Atitlán. No importa cuantas veces vaya al lago, siempre que estoy me vuelvo a
asombrar por la magnificencia de los volcanes, el lago y la naturaleza.
Entiendo que mi opinión puede no ser objetiva, con eso de que mi
perspectiva esta asociada a recuerdos de la infancia y por haber nacido en este
país. Pero vamos, hay gente que viene de todas partes del mundo a conocer
este pedacito de la tierra, algo de cierto debe de haber en que es
extraordinario.
La razón que me llevaba al lago en esta
ocasión era nada mas y nada menos que una declaración pública de amor: una boda.
Una pareja de buenos amigos estaunidenses que conocí, casualmente, en el mismo
lugar donde se llevaría a cabo el evento. Nos hicimos buenos amigos de la
manera más loca, platicando en una lancha que atravesaba el lago de Atitlán.
Nuestra amistad luego se fortaleció siendo cómplices en viajes y aventuras en
Guatemala y Estados Unidos. Así me gustan mis amigos, aleatorios y locos, como
yo.
Ellos escogieron el lago de Atitlán como el escenario para su boda de ensueño. Luego me contarían que estaban indecisos entre casarse en Thailandia o aquí, pero que la energía que tiene el lago los movía más. El hotelito es un hotelito precioso, escondido en uno de los riscos de las montañas que rodean el lago y al cual no se puede llegar de otra manera que no sea en lancha. Es uno de los secretos mejor guardados de las orillas del lago y no les digo como se llama porque quiero que continúe así. Si no, luego se vuelve popular y no quiero.
La ceremonia se llevó a cabo en uno de los
balconcitos a la orilla del lago, al atardecer. Las flores inundaban todos los
rincones y adornaban el tocado de la novia, que se miraba preciosa en su
vestido blanco. El novio, muy elegante, trataba de mantenerse fresco debajo de
la camisa, chaleco y frac. Las damas iban vestidas de azul y yo, que era la
madrina de lazo, un vestido rosa.
Los amigos cercanos de la novia y el novio dieron unos discursos muy lindos, y cuando me tocó a mi pasar a explicar el significado de la ceremonia de lazo y colocársela a mis amigos, estaba super nerviosa. Un minuto antes de que pasara, la dama de honor medio se desmayó y hubo que ayudarla a sentarse y llevarle un vaso de agua. Echémosle la culpa a eso o quizás es que no me gusta hablar en público. Mi explicación fue escueta y poco poética. A pesar de eso, los novios, estaban felices de incorporar una tradición guatemalteca a su ceremonia de boda.
Así continuó la fiesta, hasta que alguien, no recuerdo bien quién fue, tuvo una genial idea y dijo "Vamos a nadar al lago!" A lo que todos los invitados, con la valentía que te da el alcohol, respondieron con un unísono "sí!". Y bajamos en tropel dispuestos a saltar a las aguas del lago a las tantas de la madrugada.
Personalmente admiro mucho a la gente que en estos tiempos decide casarse. Aquellos que, con los ojos bien abiertos y en pleno uso de sus facultades, sin ninguna razón ulterior, deciden dar ese paso de fe y aventarse al agua. Es valiente, es romántico. Eso pensaba cuando, bañados por los rayos de luna, vi a la novia quitarse el vestido blanco, al novio quitarse el frac, tomarse de la mano y zambullirse en las aguas del lago de Atitlán. Una linda metáfora para una boda. (Soy una romántica, lo sé.)
Claro, los novios no iban a ser los únicos que se tiraran al agua. Uno a uno los invitados se quitaron los elegantes vestidos y trajes y saltaron a su vez. Cuando me llegó el turno a mi pensé esconderme, pero era demasiado tarde y la novia me llamaba desde el agua. ¿Cómo iba a permitir que dijeran que la única guatemalteca de la fiesta no se tiró al lago? Sabía que el agua estaba fría, pero también sabía que si no lo hacía iba a arrepentirme siempre. Una linda metáfora del amor, del cual no hay que huir sin haberlo intentado. Así que haciendo uso de toda la valentía que pude encontrar y lo más rápido posible, me quité la ropa y salté.
El agua estaba friísima!! Sentí como instantáneamente se borraban todos los
efectos del alcohol de mi sistema, las concepciones románticas quedaron
atrás e inmediatamente me pregunté en qué momento esto me pareció una buena
idea. (Una buena metáfora del matrimonio.) Todos los gringuitos estaban
felices nadando y jugando en el agua. Medio muerta del frío y casi sin poder
respirar nade hacia la orilla y salí.
Nada que no se arregle con una toalla,
ropa seca y shots de tequila, vodka y cualquier otra cosa que nos pusieran
enfrente. (Aplica tambien para las decepciones amorosas). No recuerdo en
qué momento decidí que ya era suficiente y me fui a dormir.
Al despertar, el lago me recibió espléndido como siempre, con sus aguas tranquilas como un espejo, el cielo azul, los volcanes guapos. Halé una sillita a la orilla de una terraza escondida por ahí y tomé mi café matutino lentamente dándole gracias por existir. Al café, por supuesto.
Las festividades habían llegado a su fin. Todos íbamos a continuar nuestro viaje con diferentes destinos. En el momento en que me despedí de mis amigos, lo hicimos de la forma que siempre lo hacíamos "nos vemos pronto, en una próxima aventura!". No sabíamos que esta era la última vez en que nos íbamos a ver en muchos años. Sin embargo, los recuerdos de la boda, de las risas, de los momentos que compartimos durante los viajes, las fotos, nuestra amistad, todo eso perdura. Después de todo, la vida se compone de momentos. Momentos que nos hacen sentir vivos, felices y sentir que todo es bello, como una boda a orillas del lago de Atitlán.