martes, 3 de enero de 2017

El desencanto

Después de una dura jornada laboral de ocho horas, donde no paró ni para almorzar, la Princesa sale al tráfico de la ciudad con una lista de mandados por hacer. Es principio de mes y tiene que ir al supermercado a hacer las compras de la semana. Pasar echando gasolina, ir a hacer depósitos al banco, luego al otro banco, ir a la farmacia, pasar a la lavandería. Para cuando termina, el tráfico de la ciudad ya la atrapó y llegará a su castillo bien entrada la noche.  

Lo único que quiere es llegar a descansar sobre su colchón de plumas, que en realidad es un colchón que compró en oferta en el supermercado, pero cumple su función. Aun así no puede irse a acostar plácidamente en él y esperar que los pajaritos y los ratoncitos le pongan su pijama. No, después de colocar las compras del super en la refri y la alacena, debe decidir qué va a cocinar para mañana; ya no quiere seguir comprando almuerzos ejecutivos en el trabajo. Además de afectar su presupuesto, una triste página que hizo en excel para tratar de ordenar sus ingresos y egresos, quiere comer sano y quizás bajar un poco de peso. Lo piensa por unos segundos y se decide a cocinar algo sencillo. Al menos una hora después termina de cocinar y se da a la tediosa, pero necesaria, tarea de lavar los platos sucios. Lavar los platos es de las ocupaciones para mantener limpio el castillo que más detesta. 

¿Se acuerdan del pedazo del cuento de la princesa donde le enseñan que tiene que tener un presupuesto mensual? Ella tampoco. ¿Ahorrar?  ¿Planificar para su jubilación? Se pregunta por qué omitieron eso en el cuento de hadas.  Tampoco le explicaron que, eventualmente, tendría que dejar el castillo donde nació, buscar trabajo y ganarse la vida por sí misma. Eso o encontrar un príncipe que la mantenga y aguantar cualquier cosa que venga con el paquete. De pequeña, le dijeron que todos los problemas de la princesa eran resueltos cuando llegaba el príncipe. Atrás quedaban las hermanastras malvadas y el duro trabajo de restregar los pisos. Si eras una princesa, encontrabas al príncipe y te llevaba al castillo, a vivir felices para siempre, sin nada por qué preocuparte. 

Piensa en las otras princesas que conoce, a todas les va mas o menos igual, con contadas excepciones. A unas el príncipe les salió mujeriego, a otras, les salió borracho y les pega.   A otras, con mejor suerte,  les toca mantener al príncipe porque desde que lo despidieron hace tres años no encuentra trabajo. A otras, el príncipe les salió bueno, pero el presupuesto del palacio es elevado y los dos trabajan para poder pagar la hipoteca del castillo y el colegio de los niños. 

Un escalofrío le recorre la espalda al pensarlo. ¿Además de hacer todo esto, tener niños?   Piensa cómo sería su vida de diferente si tuviera un principito o una princesita. ¿Le alcanzarían las fuerzas para hacer todo sola? 

El rey y la reina intentaron construir un castillo  a su alrededor para hacerla sentir segura y feliz. Es lo que todos los papás hacen con sus hijas. Las pequeñas princesas de papá, las consentidas. Dentro del castillo puede que sea así, pero afuera de las altas murallas del palacio toca quitarse la corona y ponerse la armadura. Quizás, si le hubieran enseñado a defenderse mejor, le hubieran dado más armas para luchar en lugar de su vestido y su tiara de princesa, si le hubieran enseñado a no depender del príncipe. O decirle que simplemente no necesitaba un príncipe. 

Decirle también, que el camino de la independencia es largo, duro, que da miedo y que en muchas ocasiones se va a sentir cansada, sola, con frío o enferma y no querrá salir de su cama, pero que no queda otra opción más que levantarse e ir a trabajar. 

Se decide en ese momento. Mañana sí se levanta temprano para ir al gimnasio. Se dispone a dejar listas sus cosas para salir mañana temprano y empezar, de nuevo, su rutina de ejercicio. No le gusta bañarse en el gimnasio, pero es su única opción, de lo contrario  no llega a tiempo al trabajo. Deja lista la armadura para el día siguiente.