lunes, 25 de febrero de 2019

Sobre Memorias de Adriano y mi padre.

Leer a Marguerite Yourcenar en su obra cúspide fue una  coincidencia de la vida. Un amigo me invitó a unirme a un club de lectura y accedí, en parte movida por la curiosidad y en parte porque creí me vendría bien tener un poco de presión de grupo para terminar un libro en un tiempo determinado y tal vez, leer algo que usualmente no leería. No sabía lo oportuna que sería la lectura. 

Al empezar a leer el libro, nunca imaginé que éste fuera el que me acompañaría en uno de los momentos más difíciles que he vivido hasta hoy; la muerte de mi padre. Y es que al leer las primeras páginas pude darme cuenta que era un libro lleno de reflexiones, enseñanzas y meditaciones respecto a la enfermedad y la muerte. 

Adriano fue Emperador durante el tiempo en que el Imperio Romano alcanzó su máxima extensión territorial y sus años de reinado fueron conocidos como "la época más feliz de la humanidad".  Cazador, viajero, amante de la cultura y de la astrología, Adriano era un hombre complejo y con mucha sabiduría. Leer sus meditaciones fue un deleite, aunque muchas veces éstas tenían que ver con la decadencia de su cuerpo, su enfermedad y su deseo de morir. 

"Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre, así es para todos. Pero la incertidumbre del lugar, de la hora y del modo, que nos impide distinguir con claridad ese fin hacia el cual avanzamos sin tregua, disminuye para mí a medida que la enfermedad mortal progresa. Cualquiera puede morir súbitamente, pero el enfermo sabe que dentro de diez años ya no vivirá." Leer estas líneas mientras veía a mi papá en su cama toser una y otra vez. 

Como Adriano, mi padre tuvo una vida muy rica. Abogado de profesión, amante de la lectura, del fútbol, viajero de corazón, profesor por vocación. Su vida tuvo muchas aristas y en cada una de ellas marcó su paso firme.  Fue amado y respetado por muchísimas personas. Yo tuve el privilegio de llamarlo papá. 

El relato de Marguerite Yourcenar continúa acompañando a Adriano por sus numerosos viajes, los que formaron parte importante de su reinado como emperador Romano. Nos habla de su aprendizaje, de sus amores, de sus pérdidas y sus victorias. 

Imaginaba la vida de mi padre en esas hazañas. Sé que fue feliz, que amó, que durante sus viajes conoció lugares asombrosos y gente extraordinaria. Trabajó mucho también, como abogado y profesor en la Universidad de San Carlos, tocó la vida de muchos estudiantes, quienes le proferían un cariño sincero y aún después de mucho tiempo lo visitaban para llamarle "maestro". Que siempre supo cuando parar y disfrutar un buen vino, una buena comida, una siesta. Sé que, a pesar de que no siempre sabía cómo demostrar su cariño, me quiso y estaba orgulloso de mí. 

Como es de esperar, con el pasar de los años el cuerpo de mi padre sufrió cambios, tal como Adriano describe diciendo "Durante toda mi vida me había entendido muy bien con mi cuerpo, contando implícitamente con su docilidad y con su fuerza. Aquella estrecha alianza empezaba a disolverse; mi cuerpo dejaba de formar una sola cosa con mi voluntad, con mi espíritu, con lo que torpemente me veo precisado a llamar mi alma; el inteligente camarada de antaño ya  no era más que un esclavo que pone mala cara al trabajo".  Vi a mi padre luchar mucho tiempo con su cuerpo mientras su espíritu permanecía joven, voluntarioso, fuerte. Luchó hasta el fin, arrastrando a ese esclavo perezoso con su amor por la vida. 

Adriano contempló por mucho tiempo la idea del suicidio. Su larga enfermedad lo hacía sentir prisionero de su cuerpo. "Funciones que antaño resultaban fáciles y hasta agradables, llegan a ser humillantes cuando se les cumple con dificultad", escribe. En varias ocasiones pide a sus médicos que le proporcionen un elixir para aliviar su sufrimiento y terminar su vida. "Nada parecía más simple; un hombre tiene el derecho de decidir en qué momento su vida cesa de ser útil. Yo no sabía entonces que la muerte puede convertirse en el objeto de un ciego ardor, de una avidez semejante al amor..." Sus deseos nunca son concedidos, en varias ocasiones sus sirvientes le impidieron suicidarse.  

Mucho me he detenido a pensar sobre mi propia muerte y pienso que me gustaría decidir cómo y cuándo morir. No creo que sea una afrenta o que esté haciéndole daño a nadie. Llegado el momento, bajo las circunstancias precisas, sería un lujo poder dejar este mundo en mis propios términos. 

Sin embargo, en sus últimas meditaciones, Adriano se reconcilia con su mortalidad y abandona la idea de suicidarse. "Toda mi vida he tenido confianza en el buen sentido de mi cuerpo, tratando de saborear juiciosamene las sensaciones que ese amigo me procuraba; estoy obligado, pues, a saborear también las postreras. No rehúso ya esa agonía que me corresponde, ese fin elaborado en el fondo de mis arterias, heredado quizá de un antecesor, nacido de mi temperamento, preparado poco a poco por cada uno de mis actos en el curso de mi vida. La hora de la impaciencia ha pasado; en el punto en que me encuentro, la desesperación sería de tan mal gusto como la esperanza. He renunciado a apresurar mi muerte." 

Mi padre hace mucho había decidido que quería morir en casa. Una buena vida no podía terminar de otra forma.  Pidió que lo lleváramos a casa y pasar sus últimos días en la comodidad de su hogar y en compañía de su familia. Así fue. Compartimos muchas tardes jugando cartas y dominó. El hacía trampa, valiéndose del privilegio que sus canas le daban, y los demás lo dejábamos.  Muchas veces compartimos una o dos copas de vino, mientras le platicaba cualquier plan o le contaba alguna anécdota para divertirlo. El día anterior a su muerte aún cenamos juntos. Luego, ayudado por mi madre y por mí, se metió a su cama y descansó. 

Le dije que durmiera, que lo veía mañana. "Todo va a estar bien, papa. No tienes que preocuparte por nada". Me miró y asintió. Cerró sus ojos ya cansados.  

"Puede ser después de todo que tengan razón, y que la muerte esté hecha de la misma materia fugitiva y confusa que la vida". 

Mi papá falleció al día siguiente. Ya no pude platicar con él más.  Aun no sé qué hacer con su ausencia. No sé cuanto tiempo más tendré la sensación que mañana iré a verlo a su casa como antes, para luego recordar que no es posible. No sé si algún día me acostumbraré a sentir este vacío. "No sabía que el dolor contiene extraños laberintos por los cuales no había terminado de andar".  

Me queda el consuelo de su recuerdo. Sus historias, sus frases, sus gestos, tantas y tantas enseñanzas. Quiero recordar cada consejo que me dio y todas las cosas en las que nos parecemos.  Lo acompañé hasta sus últimos momentos en este mundo y sé que, sabiendo que había llegado su hora, al igual que Adriano, dijo: 

"Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver... Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos..."




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